No existe ninguna guerra justa, ni las que entendemos que son guerras, ni las que no podemos llamar guerras porque existe un tabú (como el uso de los cuerpos de las mujeres por los hombres). Las mujeres no son apéndices de los hombres, como nos impuso pensar la religión, por eso nombrar a un hombre no incluye nombrar a una mujer. En cualquier caso, si una mujer pide ser nombrada, sólo un profundo machismo puede hacer creer que se puede ignorar su petición. No se puede imponer nada, ni que se vista de rosa quien no lo desea, ni la democracia, porque imponer es guerra, no convivencia. Al tiempo, el gobierno “de la mayoría” (nunca consciente, por otro lado) es dictadura si no se comprende que también es necesario respetar las individualidades y las minorías. La violencia será el método más común para la resolución de los conflictos, pero también el peor, dado el sobrecogedor número de ejemplos reales de que disponemos desde hace siglos. Lo bueno que tenemos no procede, además, del uso de la violencia, sino justamente del uso de la inteligencia, de la empatía, de la comprensión de que no hace falta pensar o sentir lo mismo para poder convivir. Lo bueno que tenemos no procede de otros mundos tampoco, sino de la solidaridad y la pasión por la vida. Todo el mundo usa el lenguaje, que es lo que nos hace personas, lo que descubre cómo vemos las cosas, las jerarquías que establecemos. Pero no todo el mundo entiende las palabras, los conceptos que usa, no por falta de inteligencia, sino porque se renuncia a la inteligencia para sentir que se conoce el mundo, que hay un orden. El orden de los crímenes contra la naturaleza y la humanidad, compuesto por innumerables cosas pequeñas que son parte de las cosas más grandes y monstruosas.

 

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