Reflexiones de una activista de base

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En defensa de los sentimientos "violentos", o de cómo teniendo sentimientos intensos se puede ser pacifista
Por michelle

Artículo publicado en inglés en Peace News en febrero de 1997 y
traducido y revisado (¡había alguna cosa mal dicha o pensada!) en diciembre 2008 por su autora

El pacifismo es una forma de mirar y una propuesta para la actuación. Representa la adopción de un enfoque específico sobre la realidad (social y del mundo íntimo) que incluye un rechazo a la violencia. Sin embargo, el pacifismo no ha conseguido transmitir el mensaje de lo que es, o la sociedad no ha pretendido enterarse. Lo común es que se crea que ser pacifista es algo así como ser una persona sin sentimientos intensos ni coraje. Otra opción es que se cree que pacifista es quien pide la paz, sin más.

Quisiera abordar el rechazo de la violencia desde la perspectiva de quien defiende la intensidad de las emociones. Porque la intensidad se asocia en algunas situaciones a la violencia por un aprendizaje, y podemos reeducarnos porque para algo somos inteligentes.

El pacifismo habla de la necesidad de resolver los problemas, sociales o personales, sin utilizar la violencia contra las personas. Si interpretamos "violencia" como violencia física, esto estaría principalmente dirigido a los hombres, que son quienes la usan porque socialmente está establecido así desde hace siglos. Una segunda propuesta del pacifismo es denunciar, sin duda, ese uso de la fuerza e intentar neutralizarlo o evitarlo sin utilizar la violencia. No se puede descartar un modo de hacer las cosas sin ofrecer otro. El pacifismo plantea que el fin son los medios. Y aunque no es muy difícil hallar modos de actuación que reemplacen la respuesta violenta, sí lo es que la gente los considere efectivos o que la gente pueda creerse capaz de llevarlos a cabo, lo que sorprende, porque lo más difícil para la mayoría de los seres humanos (incluso a pesar del adoctrinamiento para los hombres) es ejercer la violencia física contra alguien.

La tercera propuesta del pacifismo, a mi entender, es poner en evidencia lo degradante que es la violencia para la persona que la ejecuta. Que la violencia tiene un coste moral, intelectual y emocional, incluso aunque sea utilizada en defensa propia y para compensar una situación de injusticia aberrante. Trasladar la “ley de la selva” al mundo de las personas no es más que un patético intento de defensa de la violencia, de ese método destructivo de respuesta a los conflictos. Por más “natural” (según defienden algunos) que sea matar, el mundo está lleno de pruebas de los nefastos efectos que produce en las personas que lo hacen. Y de algo tendría que servirnos tener un potencial tan grande para razonar...

Rechazando sólo la violencia
Esto me lleva a la cuestión de cómo se rechaza la violencia desde el pacifismo. Uno de los fracasos del pacifismo tiene que ver con cómo se ha interpretado que el pacifismo rechaza la violencia. Por un lado, se cree que la persona que asume la noviolencia como modo de actuar no debe tener sentimientos violentos. Pero a no ser que se crea en la promesa del cielo o en la amenaza del infierno, no está muy claro qué puede proporcionar un sacrificio tan grande (el de reprimir un sentimiento intenso). Por otro lado, es común que se identifique la imagen de la persona pacifista con la de una persona desprovista de valentía, fuerza y dignidad; alguien incapaz, además, de entender la vida (¡qué bien funciona la ideología que sostiene la sociedad!). El resultado: ser pacifista no es un buen modelo con el que identificarse, ya sea porque es imposible o porque no es seductor.

Las ideas pacifistas no pretenden erradicar los sentimientos de la gente. Algunos análisis feministas han tenido el acierto de hablar de la rabia como motor para la transformación de situaciones injustas. Esto es una gran idea, incluso una idea práctica y, sin embargo, a menudo ha sido malinterpretada; lo que no sorprende cuando se piensa, por un lado, en la profunda desconfianza que hay en la sociedad hacia las mujeres reunidas (reunidas sólo podemos ser cotillas o conspiradoras) y, por otro, en que todo el mundo parece estar de acuerdo (hipócritamente) en que está feo tener esos sentimientos, o en que es irrespetuoso mostrarlos.

Expresando la rabia en Greenham
Cuando viví en el campamento pacifista de Greenham Common, en Inglaterra, por ejemplo, pude comprobar que la expresión de la rabia y de la indignación no era algo degradante, como lo había sido cuando participaba en peleas infantiles. No era humillante para nadie, no se usaba la violencia —era divertido y te proporcionaba conocimiento sobre el mundo.

Se podía luchar de muchas formas: tomándose un café en torno al fuego, cambiando de sitio documentos secretos en los archivos de una base militar, bloqueando los cerrojos de vehículos armados con chicle, montando un campamento pacifista en medio de una pista para aviones de guerra, defendiéndote en los juicios (sin seguir eslóganes de grupo sino expresándote con tus propias razones).

La rabia, las ganas intensas de disolver lo que se considera falso, injusto, mortal no son algo malo en sí. De hecho, son buenas. El problema está en la expresión de la rabia, esto es, en controlar la expresión y la dirección del sentimiento. Lo que es especialmente difícil cuando se ha desligado el sentimiento del pensamiento. El sentimiento nutre y se nutre de las ideas: las ideas pueden ser dogmas monstruosos si no hay un mundo emocional detrás que las dé vida; y los sentimientos pueden degenerar fácilmente si no se apoyan en las ideas. Controlar la expresión de la rabia, reeducarse en la expresión de los sentimientos intensos, es posible y deseable, desde una perspectiva de compromiso social, por un mundo mejor.

Un poco de honestidad
Como pacifista y feminista, no puedo desgajar mi violencia interior frente a lo que me hace daño, y frente a lo que considero injusto, de la idea de justicia y respeto. Porque necesito ser justa cuando actúo y creo que vincular la emoción y las ideas, para que puedan influir una en las otras y viceversa, es mejor para mí, para mis acciones y para la sociedad en general.

Esto no basta, sin duda. Aparte de buscar maneras para expresar la rabia o la indignación deberíamos aprender a ser sinceras y sinceros con nosotros mismos teniendo una idea clara de cuáles son las verdaderas intenciones que nos mueven. A menudo nos rige la esquizofrenia de una doble intencionalidad: la intención declarada (trabajar por un mundo más benigno) y los objetivos profundos, no tan generosos y jamás admitidos, que nos llevan a actuar —normalmente relacionados con construirse la identidad a costa de tener poder sobre otras personas.

En cualquier caso, el problema de la violencia no es tener sentimientos violentos, sino pretender quitarle a las demás personas la dignidad, el bienestar físico y otras cosas que nadie resistiríamos perder. (Excluyo lo que escapa a una valoración de justicia, como el amor). Una ideología que predique que somos todo bondad es, sencillamente, inhumana. No hay que ser todo amor para intentar actuar con respeto y justicia. No hay que estar dispuesta o dispuesto a perder lo que necesitamos para comprender que toda persona tiene derecho a cubrir esa necesidad, y que si no hay para todo el mundo, habrá que negociar, dialogar, llegar a algún acuerdo civilizado. Sencillamente, hay que tener en cuenta a las demás personas, e intentar reconciliar los intereses propios con esa consciencia. Y para esto, el pacifismo es una herramienta que nos puede ser muy útil.

Más... Cómo transformar la rabia en acción directa noviolenta (de activistas de Greenham en los años 80)

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