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RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO

Extracto de libro Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado (pp. 12-13, Alianza Editorial, 1986; 143 páginas).

IV. La creciente deportivización de las motivaciones que hoy dominan en todo empeño humano, o sea la reversión sobre el interés por el sujeto de muchas cosas en que antaño pudo predominar el interés por el objeto, se manifiesta en el habla cotidiana con el auge que han tomado en los últimos decenios las palabras "reto" o "desafío". Los hombres de hoy parece que sienten los obstáculos con que se encuentran --pongamos por caso un río que se le atraviesa al amante en el camino que conduce al castillo de la amada-- no ya como problemas que tendrán que resolver o soslayar de alguna forma si es que pretenden dar alcance al objeto final de su designio --la amada, en nuestro ejemplo--, sino como provocaciones a su autoestimación, incitaciones a poner a prueba el Yo, para dejarlo, superando el lance, crecido y reafirmado. Ve el río y no dice: "Caramba, si hubiese por aquí alguna barquita, sería todo más fácil  y más rápido", sino que recreciéndose en su enyosamiento se trasmuta de Leandro en Narciso, ahogando y olvidando en amor propio el amor y el deseo de la amada y, empezando en el acto a descalzarse y desnudarse, se dispone a demostrarse a sí mismo, al río y al mundo quién es él. El fin y el contenido de cruzar a nado el río ya no es llegar hasta la amada sino condecorarse a sí mismo con la hazaña. No otra cosa entraña la concepción de los problemas en término de reto o desafío. El trasbordador espacial que a primeros de año fue, con sus siete tripulantes, víctima del accidente que todos conocemos había sido bautizado con el nombre de Challenger, que significa justamente "retador", "desafiador"; así que la concepción subjetivista, deportiva, de la empresa estaba ya connotada en el nombre mismo de la nave.

Extracto de libro Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado (pp. 17-18, Alianza Editorial, 1986; 143 páginas).

VIII. Todos a una, los periódicos de Oriente y Occidente se han anticipado al contraataque en la defensa de la carrera espacial, frente a un ataque que era completamente equivocado esperar de la catástrofe del Challenger; tan sólo una gran falta de clarividencia sociológica podía hacer temer que el accidente fuese capaz de menoscabar mínimamente el prestigio del espacio. Todo lo contrario. Nunca los muertos empañaron la gloria de una guerra ni deslucieron el esplendor de una batalla, sino que la sangre fue siempre su guirnalda más hermosa y más embriagadora. No hay nada en este mundo equiparable al aura arrebolada de la sangre y de la muerte para adornar y ennoblecer, ante los ojos de los hombres, los estandartes de cualquier empresa. La sangre y la muerte no solamente aducen convicción, generosidad, altura de miras en los muertos, sino que también reflejan elevación, dignidad y certidumbre para la Causa por la que murieron. Nadie logró jamás tener tanta razón como los muertos, ni hubo nunca argumento más poderoso que sus muertes para dejar a la Causa irrefutablemente convencida de sí misma y convencidos de ella a los demás. Las muertes son las que siempre han consagrado como verdadera y justa y grande y santa cualquier Causa, y poder decir de ella "Es la Causa por la que derramaron su sangre nuestros padres y nuestros abuelos" ha sido siempre un argumento legitimador infinitamente más fuerte y más definitivo que el contenido de la Causa misma. Nunca es el contenido de la Causa el que se alega para legitimar y justificar la sangre derramada, sino ésta la que siempre es esgrimida como el aval indiscutible de la justicia, la razón y la bondad de cualquier Causa, por delirante, estúpida, inicua, criminal o sórdida que sea. Que la llamada Causa del Progreso --hoy prácticamente reducida a la innovación cualitativa en la tecnología-- esté sujeta a accidentes no es considerado como un defecto o culpa que haya que achacarle, sino como una suerte de portazgo o de peaje que legitima la entrada en circulación de la nueva mercancía, o hasta la credencial que avala y ennoblece al portador para poder presentarla dignamente ante cualquiera. Se diría que la sangre y la muerte son a los ojos de los hombres el más seguro y acreditado título de garantía sobre el valor de cualquier cosa; y aquello que haya costado sangre y muerte aquello mismo tienen por lo más valioso.

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