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Once de julio en Srebrenica, relato de María Luz González (2015)

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Me habían diagnosticado depresión porque lloraba frente televisor al ver los telediarios, pero yo sabía que no se trataba de ninguna enfermedad, que los enfermos eran ellos, enfermos de insensibilidad ante las catástrofes diarias a las que asistían tranquilamente sentados. Genocidio en Ruanda, genocidio en Palestina, en Bosnia… ¿Qué podía hacer yo, una  mujer, ante tamaños crímenes contra la humanidad? Seguir llorando no era la solución. Mis lágrimas no ayudaban a las víctimas, había que hacer algo por ellas y por mí. Opté por lo  más cercano y me saqué un billete para Belgrado. Un domingo por la mañana, paseando por la Plaza Mayor de Madrid me habían dado un papel en que se hablaba de un viaje  de solidaridad con motivo del aniversario del genocidio de Srebrenica. Me puse en contacto con el grupo convocante: "Mujeres de Negro contra la guerra", y me facilitaron el viaje.

En el aeropuerto me esperaban Lilian y su marido, que  ya no se separarían de mí mientras estuve en su ciudad. Apenas nos conocíamos. El único vínculo que había entre nosotros era el de la solidaridad. Al menos, eso creíamos, hasta que fuimos viendo que nos unían muchas más cosas, la más importante, ese estado de ánimo rayano en la desesperación y la voluntad de salir de él.

Momo, el marido de Lilian, había pertenecido al primer grupo de rock de Serbia. Me daba apuro tenerlo de chófer, siempre tan dispuesto a ayudar. Pero su mujer me aseguró que le hacíamos un favor a él, teniéndolo en la calle todo el día, porque la mayoría de los hombres en Serbia se quedan en sus casas deprimidos. Una conocida suya se había separado del marido porque este llevaba años sin salir a la calle desde que acabó la guerra.

Podía haberme ido a un hotel pero acepté su sugerencia de conducirme a casa de una amiga que había emigrado. Era una casa señorial, antigua, pero con algunas reformas en el baño y la cocina. A pesar de su tamaño, sólo tenía un dormitorio y tres salones con armarios y sofás adecuados para dormir. Algo que parece común en Serbia. Tampoco en los palacetes del siglo XIX que vimos en un breve recorrido turístico por la ciudad había dormitorios, solo salones con grandes armarios donde guardaban los colchones, edredones, almohadas… Nuestra amiga se empeñó en mostrarnos los sitios más pintorescos de Belgrado: la casa de la reina, el barrio turco, las barcazas sobre el Danubio, los cafés.

- Lilian, no he venido a  hacer turismo.
- Pero  mujer, no todo va a ser activismo. Tienes que conocer el país. No vas a tener tiempo una vez empiecen los actos de solidaridad con Bosnia. Vamos a mostrar una vez más que esa guerra que perpetraron los nuestros "no fue en nuestro nombre". Te iré explicando los símbolos de la acción de esta tarde. Llevaremos una gran tela negra de varios metros y otra blanca, transparente, con más de ocho mil rosas blancas pintadas en ella. Cuando lleguemos a la plaza de la Republica, lugar del acto, desplegaremos las dos telas y nos situaremos en ambos lados. Las rosas representan a cada una de las víctimas para las que pedimos justicia, el negro de la otra tela, es el dolor. Pero el dolor y la culpa tienen que transformarse en belleza y responsabilidad, por eso  pasaremos al lado derecho, el lado del raciocinio. Iremos con una rosa blanca en la mano, cruzando del lado oscuro del luto al lado de la claridad dónde está esa respuesta ética y estética que queremos dar depositando en el suelo esa flor que cada una lleva y formando un círculo con el símbolo de la paz.

Como estaba programado, por la tarde nos dirigimos a la Casa de la Mujer, albergue del grupo Women In Black, para salir en manifestación hacia el lugar autorizado para la acción. Lo hicimos con cierto retraso. Tuvimos que esperar a que viniera la policía a escoltarnos. Se temía algún ataque de los nacionalistas que tenían también una manifestación ese día. Precisamente en la misma plaza. ¡Qué casualidad!

Pero lo que no estaba previsto –desde luego, no por nosotras– era que tuviéramos enfrente de los partidarios de Mladic y Karadjic. Hombres, y alguna mujer también, que enarbolando las fotos de sus héroes se adentraran en nuestro espacio con  insultos y amenazas. Nos gritaban: "Alambre y cuchillos" al mismo tiempo que se llevaban la mano al cuello como si los degollaran. O mejor dicho, como si tuvieran la intención de degollarnos. Afortunadamente, tardé en enterarme de lo que decían,  claro que bastaba con ver el odio en  sus caras para sentir miedo.

Permanecimos inamovibles frente a sus provocaciones y en silencio, que junto al color negro de la vestimenta es otra de las señas de identidad de las Mujeres de Negro contra la guerra; sordas a los alaridos con los que nos amenazaban: como les ocurriese algo a los suyos en La Haya, íbamos a llevar luto toda la vida.

Y así, en silencio, depositamos en el suelo flores y letras que formaban nombres de ciudades bosnias masacradas junto a la frase: NO OLVIDAMOS EL GENOCICIDIO EN SBERENICA.

Al día siguiente emprendimos el viaje hacia aquella ciudad. Salimos de la estación de autobuses de Belgrado temprano. Tardamos más de seis horas en recorrer los 300 km. de distancia. Tuvimos que pasar dos controles de aduanas dando nuestros pasaportes.

Al fin llegamos al campamento de la ONU, el lugar donde los holandeses se rindieron y entregaron a la población indefensa que se había refugiado en Srebrenica por ser zona protegida.

Caminamos hasta el Memorial donde se celebraba el funeral islámico por las víctimas de las fosas que se habían identificado a lo largo de ese año. A pesar de la aglomeración, todo el mundo estaba en silencio. Nos fueron haciendo sitio para que pasáramos hasta donde estaban los ofrecimientos de flores y coronas, al lado de la fuente de las abluciones.

Delante de nosotras, fueron desfilando los féretros llevados en alto por los familiares, cajas de madera de pino, cubiertas de tela verde, cada una con un número: el uno, el dos… hasta  más de quinientos. Solo se oía la voz del imán, que seguía  invocando a Dios, y los llantos contenidos de los familiares.

Mis lágrimas afloraron una vez más, pero esta vez éramos muchos los que llorábamos. Y nuestro llanto no era estéril. Tampoco deberían serlo las vidas de aquellas personas cuyos nombres se iban pronunciando en esta ceremonia contra el olvido. Su testimonio quedaba para dar cuenta de la inutilidad de las guerras.

Había encontrado la razón de lo que me pasaba. No, no era una enfermedad mía. Y también había encontrado la manera de curarme. Como decían las mujeres que apretaban mi mano, había que transformar la culpa por los crímenes que se cometían en nuestro nombre en responsabilidad y el dolor en respuestas de resistencia activa noviolenta como aquella. 

 

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